Reactor número 4, después de la explosión nuclear. Foto: BBC News Mundo
Lo que el viento (de Chernóbil) se llevó…
Por Alfonso Morales Escobar
“Por ahora, la situación no amerita evacuar a la población…”, eso más o menos escuchó Mijaíl Gorbachov en voz de su ministro de Energía y Electricidad, quien le informó lo que había sucedido la madrugada del sábado 26 de abril de 1986 en el reactor 4 de la planta nuclear de Chernóbil, ubicada en la todavía República Socialista Soviética de Ucrania.
A pesar de la intención aparentemente tranquilizadora del mensaje, Gorbachov no pudo evitar pensar en los protocolos de información, tan herméticos como terribles, con los cuales se solían tratar las catástrofes en su país. Recordó cómo en medio de la carrera armamentista que la URSS sostenía con Estados Unidos y el resto de las potencias de Occidente—, millones de hectáreas fueron expropiadas para efectuar ensayos nucleares sin informar a la población del peligro que corrían, como ocurrió en Chelíabinsk, a 1,903 kilómetros de Moscú; o bien, cómo se ocultó por meses la detonación de la llamada “Bomba del Zar” en el archipiélago de Nueva Zembla, quizás el artefacto explosivo más poderoso sobre el planeta, capaz de liberar 50 megatones de energía con una fuerza tres mil veces más destructiva que la bomba lanzada en agosto de 1945 sobre Hiroshima.
Como una avalancha que inicia con un copo de nieve, la pretensión de ocultar al mundo el estallido en Chernóbil y sus efectos traerían consecuencias históricas para la humanidad, pero, sobre todo, para Gorbachov y la URSS. La alarma vino de Suecia, casi una semana después del accidente, cuando incluso en Kiev, capital de Ucrania, cercana a la planta nuclear, se habían llevado a cabo múltiples actos masivos por el Día del Trabajo, con la participación de miles de personas, sin saber que una nube radiactiva se cernía sobre ellos.
La ironía acompañó a Mijaíl Gorbachov en su intento por rescatar a la URSS de la catástrofe. Apenas un año antes de los sucesos en Chernóbil, se había convertido en el Secretario General del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética; desde ahí inició un programa de transformación política y económica que tenía por objetivo, precisamente, salvar a la URSS de su destrucción mediante la transparencia o glásnost, y la perestroika o reforma; sin embargo, el proceso apenas iniciaba cuando otra crisis, ésta nuclear y ambiental, acabaría con sus sueños.
El poderío nuclear soviético y su mantenimiento eran insaciables bocas que consumían gran parte de la riqueza del país, por ello, y sobre todo después de Chernóbil, para Gorbachov resultaba impostergable su eliminación. Con esa visión de fondo, y ya con los efectos nocivos de la radiación en el mundo, el líder soviético no tuvo más alternativa que firmar el primer Tratado de Reducción de Armas Estratégicas (START, por sus siglas en inglés), propuesto por Washington; sin embargo, la medicina llegó tarde a la realidad política y económica de la URSS: la quiebra de las finanzas, el derrumbe del muro de Berlín, el fallido golpe de Estado y la traición de Yeltsin se sucedieron con apuro y, en la Navidad de 1991, la Historia extendió el acta de defunción de la Gran Patria fundada por Lenin.
Chernóbil detona simbólicamente la desaparición del socialismo soviético, el sueño eterno de la igualdad entre los seres humanos. La catástrofe del reactor 4 apunta también al derrumbe de una sociedad que, como lo hiciera Rosa Luxemburgo, se imaginó libre, democrática e igualitaria, pero que fue traicionada al usurpar la burocracia el lugar del proletariado. La URSS no existe más, no obstante —así como el dinosaurio de Augusto Monterroso—, la amenaza nuclear sigue ahí.
Tanto en la magnífica biografía escrita por William Trauman, como en su Carta a la Tierra, Mijaíl Gorbachov reconoce que Chernóbil lo convirtió en otro hombre, pero no fue sólo a él: el viento radiactivo del reactor 4 se llevó a todo un mundo envuelto entre su bruma.