
Mafalda por Quino
La transfiguración de las instituciones públicas en el Estado contemporáneo
Maximiliano García Guzmán
Doctor en Ciencias Políticas y Sociales, FCPyS-UNAM
El Estado es la forma de organización política más extendida entre las comunidades humanas y su complejidad le hace susceptible de ser analizado desde múltiples perspectivas. En ese sentido, su estudio no constituye un patrimonio exclusivo de alguna disciplina. Por ejemplo, la Ciencia Política se ocupa de examinar los fenómenos de poder que le son inherentes; la Historia lo aborda en su dimensión de fenómeno evolutivo-temporal de carácter universal; la Sociología centra su atención en determinar sus relaciones con la sociedad civil; la Filosofía diserta sobre su significado teórico y ético; el Derecho se interesa en su expresión y naturaleza jurídica; la Administración Pública analiza su configuración orgánica institucional como un medio de satisfacción de las necesidades colectivas e individuales, etcétera.
Aun con esa multiplicidad de enfoques, sin embargo, es posible ubicar un criterio común en el análisis, y se trata de la especificación de cuándo puede hacerse alusión al concepto moderno de Estado, es decir, en qué momento surge, con qué características fundamenta les y qué tan legítima ha sido su actividad en las diversas etapas de su desarrollo.
Al respecto, se puede establecer como un punto de partida que el Estado moderno, es decir, la comunidad políticamente organizada sobre un orden jurídico-institucional, surge a partir de las ideas difundidas durante el Renacimiento y la Reforma, así como de los acontecimientos históricos ocurridos en Europa a partir del Siglo XIII, dado que la fragmentación e inestabilidad política que caracterizó la época medieval reveló la necesidad de contar con estructuras de poder consolidadas, razón por la cual la figura del Estado destacó, entre otras, por constituir una propuesta de fuerza centralizada, capaz de permanecer en el tiempo.
Esta tesis es sustentada por una lista muy amplia de pensadores. Es el caso, en los siglos XV y XVI, de Maquiavelo y su obra El Príncipe (1532), así como de Thomas Hob-bes y su célebre El Leviatán (1651). En ambos documentos se establecen tanto las condiciones que deben cumplirse para hacer que el Estado permanezca incluso por encima de cualquier consideración de índole moral, como que su existencia es el resultado de un pacto que se da sobre la base de una concepción antropológica negativa: el hombre es egoísta y antisocial por naturaleza, por lo que se ve obligado a ceder parte de su libertad a una entidad superior, capaz de evitar que la confrontación entre los diferentes intereses individuales degenere en un conflicto social.
Por su parte, en los siglos XVII y XVIII, autores como John Locke (Ensayo sobre el gobierno civil, 1689), Jean-Jacques Rousseau (El contrato social, 1762) y Montesquieu (El espíritu de las leyes, 1748) ampliaron la visión al establecer que el Estado surge en virtud de un contrato social en el que los individuos deciden no infringir los derechos inalienables de cada uno (vida, libertad y propiedad), haciendo de la protección de ellos el objetivo fundamental del gobernante. Para ello, propusieron con diferentes matices la idea de división del poder y de una soberanía producto de la voluntad general de los gobernados, lo cual significó la superación del modelo absolutista y fue uno de los pilares básicos del liberalismo para evitar el abuso en la acción de gobierno y garantizar el respeto a los derechos de los administrados.
Ya en el Siglo XIX encontramos exponentes como Friedrich Hegel, Max Weber y Karl Marx, en cuya visión comenzó a manifestarse una tendencia a acentuar la distinción entre el Estado y la sociedad civil, que hasta antes de ello era poco reconocible. Desde su mirada, el Estado es la expresión institucional de una coincidencia de voluntades (Hegel), pero también de un instrumento de las clases sociales que ostenta el monopolio legítimo de la fuerza (Weber) con el fin de perpetuar el dominio de la clase superior (Marx).
En la época contemporánea, autores como Hans Kelsen, Friedrich Von Hayek y Karl Popper reflexionaron sobre el ordenamiento jurídico en el que descansa el poder estatal y en la responsabilidad que ostenta en el desenvolvimiento de la vida social, que tiende a ser más democrática, abierta, plural y heterogénea, por lo que argumentaron sobre los riesgos que surgen cuando se reduce a niveles mínimos el ejercicio de los derechos individuales, en aras de un progreso social homogéneo.
Como se observa en este brevísimo recorrido histórico-doctrinal, puede afirmarse que la figura del Estado moderno como asociación política dominante se consolidó a partir del siglo XVI, fue objeto de transformaciones profundas durante el XVIII cuando se define como liberal, y en el XX vuelve a ser sujeto de cuestionamientos al incluirse la variable democrática (como aspiración política), es decir, en las disertaciones que han nutrido la concepción del Estado moderno se encuentra presente de manera sistemática la inquietud por definir la naturaleza del poder, su origen, así como la mejor manera de ejercerlo, es decir, su alcance.
Esta discusión sobre el fenómeno político que se denomina Estado, desde luego no está resuelta ni finalizada, por el contrario, su existencia y funcionamiento siguen siendo objeto de análisis en el plano científico, y además se encuentra sometido constantemente a prueba por parte de la realidad misma, pues problemas tan complejos que hoy definimos como globales, esto es, que van más allá de ciertos Estados en lo particular como la pobreza, la exclusión, la corrupción, el cambio climático, la migración, la violencia, la desigualdad de género, el daño al medio ambiente y la creciente volatilidad del mercado por el desplazamiento de los centros del poder económico, retan permanentemente las capacidades institucionales del Estado, pues es por medio de ellas que se atienden las necesidades colectivas.
Dicho de otro modo, se cuestiona, nuevamente, si el Estado es parte del problema o de la solución, si su razón de ser que es la gestión del conflicto, inherente al acceso, y el ejercicio del poder público sigue siendo clave para los propósitos de una vida asociada contemporánea en constante transformación, o si es momento de pensar en una nueva configuración institucional que se adapte mejor a la realidad.
Si a ello se incluyen procesos que se han intensificado desde la década de los ochenta del siglo pasado a la fecha, como la globalización y el neoliberalismo, y que han traído como una de sus consecuencia fundamentales la redefinición del concepto clásico de soberanía, el escenario se vuelve más incierto, sobre todo para los espacios locales y las comunidades que son las que constituyen realmente el tejido social de una colectividad nacional y mundial.
Ese contexto a todas luces complejo, plantea consistentemente la necesidad de una nueva configuración institucional, ya sea que ello signifique una transformación drástica de modo de organización política, o bien un proceso social evolutivo que impulse adaptaciones a las reglas del juego y su funcionamiento. Desde la perspectiva institucional, quizá se trata de una combinación de ambos escenarios, es decir, de una acumulación de pequeños cambios para gestar uno mayor. En cualquier caso, lo cierto es que las capacidades de las instituciones públicas deben fortalecerse en aras de su permanencia y del cumplimiento de su función esencial: dotar de certidumbre, así como conducir y gestionar el cambio mismo.
Al respecto, si se mira globalmente el panorama de la realidad, es posible identificar que las instituciones se encuentran más cercanas a un proceso de adaptación que, si bien no es necesariamente voluntario sino obligado por las circunstancias y las presiones de los actores sociales y económicos, les permita un mejor entendimiento de su entorno y de su sentido o utilidad para las personas.
Es por ello que en las últimas dos décadas han mostrado patrones de conducta distintos a los que observaron durante buena parte del siglo XX, los cuales pueden denominarse tendencias donde, entre otras, destaca su democratización, y un mayor uso de la tecnología, así como la incorporación de una visión transcientífica de la realidad, al ser ésta un asunto complejo e incierto. Desde luego no se trata de cualidades absolutas o en completo desarrollo, más bien son insumos que están transformando las capacidades que tienen las instituciones en el cumplimiento de sus responsabilidades sociales y operativas.
En este caso, la democratización se relaciona con una renovada concepción de lo público, donde esa categoría ya no es sinónimo de lo estatal, es decir, se trata de un espacio de interés común en el que las instituciones del Estado tienen un rol protagónico, pero en ningún sentido exclusivo o totalizador. Por el contrario, el espacio público se comparte y gradualmente se da cabida a grupos históricamente excluidos, lo que plantea una nueva forma de analizar y atender los asuntos de interés colectivo, a través de categorías como horizontalidad, apertura, heterogeneidad, pluralidad, reconocimiento de las minorías, acciones afirmativas, interseccionalidad, transversalidad, etc. Se da cuenta de un mundo donde las visiones únicas o centralizadoras han quedado cuestionadas por decir lo menos, y en el que las instituciones han tenido que ser receptivas a abrir espacios de expresión y participación en los que la mayor cantidad de voces pueda ser escuchada. ¿Se trata de una misión cumplida? No, como se mencionó, no son cualidades absolutas o resueltas en ningún sentido. De hecho, la resistencia de las instituciones a la participación activa (y no sólo consultante) de la ciudadanía sigue siendo evidente en los regímenes políticos, pero no puede negarse el hecho de que la fuerza de los movimientos sociales ha permitido que, al menos en el discurso formal, se aluda frecuentemente a categorías como coproducción de políticas y corresponsabilidad en la gestión de los asuntos públicos, al tiempo que se omiten términos “políticamente incorrectos». Enfoques como la Gobernanza, el Gobierno Abierto y la Gestión de Redes son quizá los principales ejemplos de acciones institucionales de esa naturaleza.
Respecto al uso de la tecnología, es importante aludir al contexto de la Cuarta Revolución Industrial, cuyos ejes fundamentales son la información, el conocimiento, así como su producción, transmisión y uso a partir de innovaciones electrónicas. Ésta es quizá la más visible de las tres tendencias en comento, pues el avance tecnológico en la actualidad es tan avasallador que buena parte de las actividades cotidianas de las personas no serían posibles sin el uso de tecnologías modernas. De hecho, la obsolescencia de los instrumentos no sólo es cada vez más rápida, sino que su impacto es creciente en términos de la capacidad de adaptación y subsistencia de las instituciones respecto a su entorno. Buena parte de las dinámicas de la vida privada y pública se han trasladado al mundo digital, como lo vino a reforzar la pandemia por Covid-19; sin embargo, ello no es una realidad lineal ni completamente favorable, pues el avance de la tecnología también ha mostrado e incluso agudizado graves problemáticas como la brecha tecnológica, que es un nuevo tipo de exclusión masiva que no tiene tanto qué ver con el acceso a los dispositivos, sino más bien con las capacidades en su uso. Aun con ello, se trata de una marcha incontenible hacia el camino de la virtualidad. Enfoques como el Gobierno Digital, el uso de Inteligencia Artificial y el Derecho Digital son muestra de este fenómeno.
En relación con la visión transcientífica, es posible argumentar que ésta también se encuentra dando sus primeros pasos en el ámbito de las instituciones, pero no por ello carece de fuerza, pues es cada vez más claro cómo en la toma de decisiones públicas se exige el uso de evidencia que la justifique, pero no sólo se trata del uso regular de bases de datos, sino de prácticas de memoria y aprendizaje propias de la idea de gestión del conocimiento, es decir, el aprovechamiento de hallazgos y avances de las diferentes disciplinas científicas en beneficio de las soluciones que se dan a los problemas públicos. Ello sin duda no es tarea sencilla, pues incluso en la misma producción científica se registran complicaciones al momento de articular y generar visiones transdisciplinares, por lo que su traslado al mundo de las instituciones es mucho más complejo todavía; no obstante, enfoques como Políticas Públicas Basadas en Evidencia, la Evaluación Centrada en los Usuarios, la Interconectividad de Políticas (apoyada en la Física Cuántica), son ejemplos de los pasos que se han dado en esta ruta prometedora.
En suma, lo anterior da cuenta de una evolución en el perfil institucional del Estado contemporáneo, lo cual plantea adicionar cualidades a la clásica concepción de estructura política que lo ha definido en siglos anteriores y que fue descrita en las primeras partes de este texto, pues si bien conserva su naturaleza política como el medio por excelencia en el ejercicio del poder, ahora éste se ejerce en condiciones distintas y ante una visión de lo público y lo privado que requiere otro tipo de valores más allá del control, la estabilidad y la hegemonía, tales como la horizontalidad, la pluralidad, el respeto a los derechos humanos, la corresponsabilidad, la evidencia como fundamento en la toma de las decisiones, la racionalidad con creación de valor público, la evaluación deliberativa y ahora todo un mundo de posibilidades casi infinitas como las del mundo digital y la inteligencia artificial.
Ello lleva a concluir que si el Estado actual no tiene una visión de largo aliento y no es receptivo a dichas transformaciones y tendencias, puede que vaya perdiendo relevancia y legitimidad en la conducción de los asuntos colectivos, lo que conduciría entonces sí a un escenario de transformaciones radicales.