La posverdad como distorsión retórica de la realidad

Felipe López Veroni argumenta una postura filosófica en un discurso de la posverdad. Ilustración: Ángela Alemán
La posverdad supone una ruptura del orden semántico convencional, es decir, de la relación entre las palabras y las cosas (Foucault) que construye el lenguaje ordinario. Esta ruptura está orientada a alterar las funciones cognitivas y de representación del lenguaje, de tal manera que las referencias a la realidad sean cuestionables, sujetas a una suerte de principio de incertidumbre o, si se prefiere, de indeterminación lógica que, a su vez, tiene como consecuencia hacer permanentemente problemáticas las interacciones comunicativas. Puesto en términos de la teoría de Habermas, se trata de una distorsión sistemática e intencional de la comunicación.
Culturalmente dependemos de la representación lingüística del mundo para operar en él. Platón señaló que lo que el hombre teme no es a las cosas, sino a su opinión sobre las cosas. Una vez adquirido el lenguaje y los diversos sistemas simbólicos que empleamos para generar una representación del mundo, nuestra relación con la realidad está inevitablemente mediada por los modos simbólicos con los que nombramos y representamos al mundo. René Magritte nos recuerda que la imagen de una pipa no es, en efecto, una pipa.
Las palabras no son una reproducción objetiva de la realidad, sino un modo de re-presentar ésta. No hay palabras “neutras”, “objetivas” o “verdaderas”. Las palabras están preñadas de una carga simbólica, es decir, tienen un sentido particular. Si algo nos ha enseñado la pragmática y la morfología lingüística es que este sentido es convencional y está sujeto al desarrollo de ciertas formas de pensamiento. Una palabra no tiene el mismo peso simbólico en el marco del pensamiento mítico-mágico, que en el de la racionalidad instrumental o en el de la racionalidad ético-normativa.
No es casual que, en su afán por entender el mundo como éste es y no del modo en que lo representamos lingüísticamente, el pensamiento científico busca recurrir a sistemas de signos menos convencionales y más certeros (la geometría y la matemática), que si bien siguen siendo representaciones simbólicas, tienen la virtud de poder ser demostradas o refutadas empíricamente o, cuando menos, sometidas a una relación causal basada en la lógica formal.
En la vida cotidiana, en las relaciones del día a día, no operamos desde la lógica científica, sino desde el sentido común. Dependemos de nuestras experiencias de vida, de lo que nos señalan los medios de información, de los discursos que provienen de la política y de los debates que componen las agendas de la opinión pública. Cuando hay dudas o emana una controversia sobre cualquier tema, por regla general acudimos al discurso científico para despejarlas o, cuando menos, para zanjarlas.
«La correspondencia entre el orden lingüístico y el orden de la realidad se hace huidiza y difícil de comprender. La de por sí compleja relación entre lo que se quiere decir, lo que se acaba diciendo y lo que se entiende se torna opaca.» Sin embargo hay momentos en que la complejidad del mundo, las contradicciones en el orden de vida, fomentan una suerte de distanciamiento entre lo que se dice de la realidad y la experiencia intersubjetiva de ésta. La correspondencia entre el orden lingüístico y el orden de la realidad se hace huidiza y difícil de comprender. La de por sí compleja relación entre lo que se quiere decir, lo que se acaba diciendo y lo que se entiende se torna opaca.
Es el caso de buena parte del mundo contemporáneo, particularmente de Estados Unidos, donde muchos sectores de la clase media anglosajona, protestante y blanca se han sentido desplazados en su propio país. La presencia de inmigrantes, la caída en el nivel de vida, los cambios culturales aparejados con un planeta cada vez más interconectado, han sido factores para una pérdida de credibilidad en las instituciones políticas, en el discurso científico y, sobre todo, en el discurso informativo.
Ante la crisis de credibilidad, la insatisfacción de los sectores medios y la sensación de una realidad esquiva y compleja, la posverdad se erige como la retórica del descontento y del desconcierto. Se trata de una forma del discurso que se da a la tarea de sistemáticamente poner en duda la validez de todos los referentes que le dan cierta cohesión semántica al entendimiento de la realidad y que permiten establecer una agenda de debate público, para generar un universo de referencia en torno a lo que se denomina hechos alternativos.
La esencia de este discurso descansa en la negación de aquello que de manera convencional la sociedad considera como real o verdadero. Es un estado en el que las palabras dejan de significar algo común y su sentido se torna discrecional y contingente. No es casual, como lo ha demostrado Trump, que los principales enemigos de la posverdad sean, en ese orden, el discurso científico y el discurso informativo, es decir, los medios de información impresos y electrónicos. Y tampoco es casual que Trump elija Twitter como plataforma de su discurso.
Si el sentido de las palabras que utilizamos convencionalmente para referirnos al mundo está siendo constantemente cuestionado, al negar la veracidad de los enunciados, es decir, la relación que guardarían las palabras y las cosas, entonces ¿cómo orientarnos en el mundo? ¿Cómo operar dentro de éste con un mínimo de certidumbre, así sea ésta puramente pragmática y convencional? Rota la relación entre lo que se dice y lo que se entiende, se interrumpe la cadena lógica de la comunicación y entramos en un estado de indeterminación semántica, no muy distinto al que describe George Orwell en su novela 1984 o al que analiza Ernst Cassirer en El mito del Estado.
Pese a la falta de evidencias para sustentar sus argumentos y pese a que la realidad los contradice, el discurso de la posverdad es efectivo porque está dirigido a un público que lo puede creer y que lo quiere creer. Lo puede creer porque por regla general se trata de un sector con una educación precaria o deficiente, que rara vez se informa de lo que ocurre en su entorno y que lo único que desea es mantener su calidad de vida por limitada que ésta sea. Y lo quiere creer precisamente porque se siente amenazado y no tiene la capacidad ni la voluntad para pensar o advertir que no hay una correspondencia lógica o empírica entre lo que se señala como causa (la inmigración) y el efecto percibido (el desempleo, la violencia, etc.). Es la respuesta más fácil, y la forma lógica más económica, a una complejidad política y económica que lo rebasa.
Si la posverdad requiere de un público dispuesto a creerla, también requiere de un sujeto que la enuncie, que la postule. Por regla general ese sujeto es un actor político carismáticamente legitimado. Un actor político carismáticamente legitimado se distingue de quien está convencionalmente legitimado en cuanto que rompe con todos aquellos atavismos y protocolos que tradicionalmente se asocian con la formalidad de la institución política. Se burla de los otros, se desentiende de los medios de información, se regodea en su persona y en su personalidad; hace de sus contradicciones y disparates una virtud retórica. Lo vimos, también, con Hitler, con Mussolini, con Stalin.
El discurso de la posverdad no es del todo nuevo. Como siempre, vale recurrir a los antiguos griegos para advertir que ya Sócrates, en su diálogo con Gorgias, delineaba muchos de los elementos de la posverdad. Se trata, en esencia, de la técnica conocida como retórica, mediante la cual la combinación astuta de frases y palabras inusuales—cuya relación con la realidad es siempre difusa—permite presentar como verdadero lo que no tiene sustento y, al mismo tiempo, poner en duda lo que sí es verdadero.
Los sofistas nos ofrecen un ejemplo clásico: “si la distancia entre dos puntos es infinitamente divisible, entonces la flecha jamás alcanzará su objetivo”. Aun cuando la premisa es teóricamente correcta, la consecuencia real es falsa. A esto se llama, en lógica, silogismo. En buena medida éste es uno de los mecanismos por los que opera la posverdad.
«La mentira busca hacerse pasar por verdad. La posverdad, en cambio, es una formulación completamente distinta a la realidad: no trata de “competir” con la verdad sino que genuinamente se construye como una verdad “alternativa”. No habla del mundo, habla de un mundo que ni siquiera está ahí.» Es importante entender que la posverdad no es simplemente un nombre elegante para referirse a la “mentira”. La mentira es otra cosa. La mentira reconoce que hay una verdad y lo que se propone es distorsionar intencionalmente esa verdad. De hecho, la mentira busca hacerse pasar por verdad. La posverdad, en cambio, es una formulación completamente distinta a la realidad: no trata de “competir” con la verdad sino que genuinamente se construye como una verdad “alternativa”. No habla del mundo, habla de un mundo que ni siquiera está ahí.
Felipe López Veneroni