
Elecciones 2024: polarización ideológica y el desafío de la democracia en México
Grecia Ruth Cordero García
Doctora en Ciencias Políticas y Sociales, FCPyS-UNAM
Los resultados de la pasada contienda electoral del 2 de junio fueron una sorpresa para muchos de los analistas políticos. La candidata del actual presidente de la República no sólo arrasó en la sucesión presidencial, con una preferencia de casi el sesenta por ciento de la votación, sino, también, en los comicios estatales y en la cámara baja, obteniendo una mayoría calificada, capaz de asegurar la continuidad del proyecto de reformas a la Constitución, bautizadas coloquialmente por el propio Andrés Manuel López Obrador como “Plan C”, el cual incluye una serie de cambios en el Poder Judicial de la Federación, el Instituto Nacional Electoral y la Ley de la Industria Eléctrica, entre muchos otros temas “pendientes” y controversiales en la agenda política de la autodenominada Cuarta Transformación de México.
Además de ser histórica esta elección, por tratarse de la primera mujer electa en la historia de la República, la diferencia entre Claudia Sheinbaum y su contrincante más cercana, Xóchitl Gálvez, fue de más de treinta puntos porcentuales: un absoluto triunfo que, en palabras de Héctor Aguilar Camín, constituyó un “mandato” de la ciudadanía, aunque para él y muchos otros, ha de leerse en clave del autoritarismo y como una “elección de Estado”. A dicha lectura se suman otras como la del “clientelismo” profesional de MORENA; el “intervencionismo” del presidente, a través de su propaganda diaria en las conferencias matutinas, conocidas como “mañaneras”, y la poca o nula resistencia de una oposición incapaz de ofrecer alguna ventaja competitiva. Pero más allá de todos estos argumentos legítimos, los resultados electorales invitan a reflexionar sobre lo acontecido: ¿la gran mayoría de la ciudadanía mexicana de todos los estratos sociales se arrojó simplemente a los brazos del autoritarismo sin reflexión alguna?1, o ¿qué otras razones explican este triunfo avasallador?
Aunque su desaparición simbólica venga desde el momento en que el proyecto de izquierda democrática se coaligó a partidos de espectro ideológico de derecha, tales como el Partido Acción Nacional (PAN) y el Partido Revolucionario Institucional (PRI), la pérdida oficial del registro del Partido de la Revolución Democrática (PRD) en estos comicios es muy ilustrativa del escenario político que se vive, ya que el hecho de que la izquierda democrática no exista más, desde hace algunos años, no significa que las ideologías hayan muerto. Por el contrario, debemos recordar —de acuerdo con Norberto Bobbio, en su libro Derecha e izquierda. Razones y significados de una distinción política— que cuando se cree que ya no hay ideologías es cuando más presentes y radicalizadas están, en tanto desaparecen los matices y los centros ideológicos para polarizarse entre izquierda y derecha autoritarias. Nuestra crisis actual de la democracia se expresa, entonces, en la polarización ideológica entre dos formas autoritarias de concebir qué es la democracia.
No hay duda de que la creación de instituciones que hicieran valer el voto ciudadano fue una verdadera conquista histórica para el particular caso mexicano. La defensa de la libertad política forma parte de la esencia y el valor de la democracia, y aunque ésta no supone algún tipo de igualitarismo económico, tampoco puede prescindir completamente de él. Las grandes brechas de desigualdad social y económica socavan a la libertad política y, por ende, a la democracia. El gran problema ideológico, en este sentido, sería llegar a pensar que libertad e igualdad son mutuamente excluyentes, o que, a partir de la primera, automáticamente, llegaremos a la segunda, o viceversa, haciéndonos elegir entre una u otra, bajo un supuesto dicotómico o polarizante que nada tiene de democrático.
La propia ciencia política ha tomado parte de esta dicotomía en los últimos años, a través de preguntas en reconocidos índices de medición del desarrollo de la democracia, tales como Latinobarómetro, en donde se le pregunta a la gente: “¿Cuál sistema político le parece mejor: uno que garantice acceso a un ingreso básico y servicios para todos los ciudadanos, aunque no se pueda elegir a las autoridades; o poder votar para elegir a las autoridades, aunque algunas personas no tengan acceso a un ingreso básico y servicios?”2 ¡Como si libertad política y los derechos sociales fueran mutuamente excluyentes! Y al decantarse por los segundos, los individuos se colocarán en el gran peligro autoritario frente a una supuesta democracia (por ende, también autoritaria), de la exclusión de los derechos sociales.
La democracia, por el contrario, no presupone una dicotomía entre libertad política y derechos sociales. Tomar posición entre una u otra polariza ideológicamente la discusión pública y oscurece el sentido político de la democracia.
En medio de la crisis democrática, el desprecio a las instituciones que velan por la libertad política es tan equivocado como el desprecio al sentido moral de los derechos sociales que dan sentido a esa libertad política. Las elecciones de este 2024 se decantaron por la primera falsa alternativa. En efecto, optaron por un autoritarismo frente al otro, que se niega a aceptar que no es solamente —aunque también lo sea— un asunto de clientelismo político y culto al líder, pues hasta en el clientelismo más acabado hay una dimensión subjetiva de la democracia, que no se agota en el derecho a elegir a los representantes. Anhelos como la igualdad y la justicia sociales son fundamentales en este imaginario simbólico.
Renunciar a lo anterior significa la “realista” democracia formal del autoritarismo de derecha neoliberal, defendida desde antaño por pensadores como Francis Fukuyama, que abiertamente declaran que en el momento en que una democracia adopta el principio de justicia social, ya no es democracia, pues abandona al liberalismo fincado en la exclusiva libertad civil y política, para dar paso al reconocimiento de derechos sociales y económicos de segunda y tercera generación. “El problema de una lista tan amplia es que el logro de esos derechos no es claramente compatible con otros derechos, como los de propiedad o de libre intercambio económico” 3, pues ahí donde nace una necesidad, nace un derecho y “abrimos la posibilidad de un abuso infinito del principio democrático […] Por más que el liberalismo y la democracia vayan habitualmente juntos, en teoría pueden separarse”4.
¿En qué momento separamos al liberalismo de la democracia para decantarnos por una “democracia sin adjetivos”? ¿Y después hay sorpresa por el autoritarismo de izquierda que encarna el populismo? La democracia tiene apellido y es el liberal, con las libertades políticas y sociales que esto conlleva. Ésta es la tarea urgente de la política, si quiere “centrar” el debate ideológico y abandonar la polarización entre formas dicotómicas e incompletas de democracia que amenazan seriamente con un cambio de régimen, pasando, como bien advierte Giacomo Marramao, de la “democracia sin derechos sociales” a los “derechos sociales sin democracia.” Éste es el reto mayúsculo de la aún izquierda democrática inexistente, por el momento.
1. El 49.5% de la clase social media alta votó por la abanderada de MORENA, Claudia Scheimbaum; el 59% de la clase media y el 61% de la clase media baja, respectivamente. Consúltese: https://www.elfinanciero.com. mx/encuestas-ef/2024/06/05/make-morena fifi-cuantas-personas-declase- media-alta-votaron-por-sheinbaum/
2. De acuerdo con Latinobarómetro 2023, a excepción de cuatro países (Uruguay, Argentina, Nicaragua y Haití), los demás oscilan entre un 51 y 65% que está dispuesto a sacrificar las elecciones, que quiere que los ingresos y servicios estén garantizados, aunque no haya comicios, a condición de que no se pierda la libertad de expresión.
3. Fukuyama, Francis (1992). El fin de la historia y el último hombre. Planeta:
Barcelona, p. 79.
4. Ibid, p. 80.