Palabra y testimonio, una forma de acción

Por Myriam Corte

Interesado siempre en la voz y perspectiva omitida por la Historia, con mayúsculas, Enrique Díaz Álvarez, ganador del “Premio Anagrama de Ensayo 2021”, por su libro, La palabra que aparece. El testimonio como acto de supervivencia, rastrea las historias, en minúsculas y en plural, que en particular se oponen al relato oficial, y escucha la visión de los derrotados, de los vencidos, de los desaparecidos.

 

Díaz Álvarez, escritor y profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, compartió en entrevista para Gaceta Políticas su experiencia y aprendizaje en la elaboración de esta obra.

 

Actualmente, ¿quiénes considera son los vencidos, quiénes los vencedores, y cómo los describiría?

En el libro parto de la lección homérica presente en la Ilíada, su vocación de imparcialidad; esa veta que abrió Homero nos impele a tratar de conocer siempre los dos lados de la historia y, en particular, escuchar y revelar la historia de los vencidos. Me interesa esa perspectiva aniquilada u omitida por los vencedores, que son los que al final construyen el relato hegemónico.

 

¿Quiénes son los vencedores, quiénes son los vencidos? Depende del contexto, del tiempo. Las guerras han cambiado, ya no son como en Troya, convencionales, hoy presenciamos operaciones militares fulminantes, con drones. Como enfatiza Achille Mbembe, la mayoría de las guerras actuales son irregulares; ya no luchan ejércitos contra ejércitos en forma, sino ejércitos contra grupos amenazantes o máquinas de guerra al interior de los mismos Estados. De hecho, prácticamente ni se declaran las guerras como tal. O son silenciosas, como lo plantea Foucault. Creo que es justamente la desigualdad la que permite identificar y reconocer a los derrotados o desechados actuales. Esa brecha de poder contar, o no, es todo un síntoma. Judith Butler habla sobre las vidas que no cuentan, que no importan y que al parecer no son dignas de ser lloradas; actualmente hay muchas vidas que parecen estar de más o sobrar. Son esos marcos biopolíticos los que terminan por insensibilizarnos o deshumanizarnos frente al dolor de los demás y hay que tratar de combatirlos.

 

En su texto habla sobre dos conceptos: la violencia y la palabra, ¿qué significan para usted?

Parto de la sospecha de que para comprender y combatir la violencia se necesita tomar la palabra. En La palabra que aparece me centro en el testimonio, en la figura y fortaleza de muchos testigos supervivientes que en contextos de violencia e impunidad radical saben que sólo cuentan con su palabra y nos la dan porque quieren hacer que ésta cuente.

Hoy en día, en diferentes contextos, hay cientos de mujeres y hombres que cada día se refugian y apelan al testimonio para denunciar la violencia, la injusticia, el abuso de poder y la desigualdad que los somete. No tienen más que su palabra. Por eso me detengo y creo que hay que prestar atención al testimonio de esas vidas perdidas o dañadas. Así como al esfuerzo de muchos familiares —y también artistas, cineastas, periodistas y literatos—que tratan de visibilizar y hacer eco de estas palabras que permiten encarar la violencia.

 

¿Qué testimonio de los que abordó en su obra impactó más?

Hay varios casos de testimonios de supervivientes que han tenido un impacto social importante; uno de ellos es el del periodista estadounidense John Hersey, que viajó a Hiroshima un año después de que su país arrojara la bomba atómica para dar cuenta del testimonio de seis hibakushas o supervivientes japoneses de la hecatombe nuclear. A través de la historia de hombres y mujeres comunes y corrientes pudo desmontar el relato oficial que había acompañado a la bomba; reveló las consecuencias humanas que provocó y prometía la era nuclear, como la enfermedad de la radiación. Frente al registro militar de una destrucción sin personas que hacía una oda a la fuerza y los escombros, John Hersey revela la cara de la devastación y el dolor de los cuerpos. Su relato periodístico no escatimó emplear recursos y estrategias literarias para afectar al lector y mostrar que las vidas de esos seis civiles japoneses podrían ser la de cualquiera de nosotros.

 

¿Qué opinión tiene referente a que en la actualidad es tan fácil normalizar la violencia; por qué ésta ya no nos sorprende?

Desde 2006, cuando Felipe Calderón declaró irresponsablemente la guerra contra el narcotráfico, todos en México hemos devenido en testigos involuntarios del horror. Con ello nos hemos acostumbrado a entrar en contacto con innumerables historias e imágenes atroces. Esta acumulación termina por anestesiarnos. De ahí que lo que mueve a mi libro es la necesidad de buscar formas de resistencia ante esa mirada que tiende a normalizar los saldos de una guerra que ha tenido un costo social altísimo.

 

Me preocupa el hecho de que los más de 250 mil asesinatos y 60 mil desaparecidos se queden en números redondos que terminen por insensibilizarnos. Parto del hecho de que cada cuerpo y vida importa y merece ser llorada, como sostiene Judith Butler. Por eso confió en la potencia ética y política de la práctica artística y narrativa; hay ciertas historias e imágenes que nos permiten condolernos, afectarnos e indignarnos; que nos impiden caer en dicha anestesia social. Por eso defiendo la necesidad de entrecruzar la ética, la política y la estética como una forma poderosa de encarar la violencia: no sólo en el sentido de hacerle frente al problema, sino de darle rostro y lugar a las víctimas, a los familiares.

 

¿Cómo ha logrado poner en práctica estas dinámicas con sus alumnos?

En mis clases suelo compartir las lecturas y materiales que trabajo y me entusiasman. En los cursos que imparto — Pensamiento político contemporáneo, Lenguaje, cultura y poder, Arte y poder—, planteo la política del testimonio y, con ella, la potencia de ciertas palabras e imágenes para ajustar cuentas con las violencias de nuestro tiempo presente. Parte de la tarea del pensamiento crítico es combatir el relato oficial que muchas veces divide todo entre héroes y villanos, buenos y malos, hasta caricaturizar el problema. Hay que hacer ese ejercicio de comprensión que atente contra el binarismo maniqueo y dé lugar a las múltiples contradicciones de lo humano. Me interesa una política atenta al pathos, apelar a una razón encarnada y sensible. Creo que desde las Ciencias Sociales y las Humanidades es posible encontrar marcos alternativos que nos permitan acercarnos a la complejidad de lo que estamos viviendo.

 

¿Cómo es la respuesta de sus alumnos?

Tengo suerte, en mis clases suelen ser muy activos y participativos, eso me da esperanza. Me motiva que, a diferencia de cuando yo estudiaba, cada vez hay más alumnos interesados en investigar en torno a la relación entre arte y política.

 

Cuando presenté mi tesis de licenciatura sobre la literatura como forma de expresión política, en el año 2000, era algo raro; por suerte en la carrera había profesores como Lourdes Quintanilla, Rosa María Lince o Fernando Ayala Blanco que abrieron brecha. Ahora se trabajan más estos temas en la Facultad y se presentan tesis y ensayos que exploran el alcance social y político de novelas, documentales, performance o fotografías.

 

¿Nos podría ejemplificar o hablar de algún movimiento o caso donde el uso de la palabra haya sido fundamental para reivindicar la voz de los vencidos?

En el último capítulo del libro México forense, me detengo en cómo muchas de las víctimas y familiares de la llamada guerra contra el narco han hecho de la palabra y el testimonio una forma de acción política. Ahí está, por ejemplo, en el caso de Marisela Escobedo y su lucha por dar visibilidad al feminicidio de su hija Rubí y la aberrante impunidad que rodeó a ese crimen desde el principio hasta el final. O el de Javier Sicilia; ahí también es claro cómo su palabra e indignación levantó y dio fuerza al Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. El testimonio de las víctimas y sus familiares nos convoca, nos interpela, nos llama, nos conmueve; literalmente, como sociedad, nos movemos con su dolor y su reclamo de justicia, verdad y reparación, como pasa también con los padres y madres de Ayotzinapa.

 

¿Qué tanto los historiadores están explorando la perspectiva de los vencidos, es real el cambio o continúan con la línea de investigación de los vencedores?

Como en cualquier disciplina y oficio hay de todo, pero es claro que desde hace algunas décadas ha cobrado relevancia en su campo de estudio el testimonio, la historia oral, la microhistoria; cada vez es más frecuente que los historiadores profesionales presten atención a historias individuales o familiares muy concretas. Al mismo tiempo, hay visiones o posturas más ortodoxas que no terminan de aceptar del todo la historia del tiempo presente. En todo caso, esta vocación de recabar historias de vida —orales y en minúscula— permite alejarse de la Historia y el relato épico heroico de los vencedores, y con ello poner en marcha una historia a contrapelo, en la estela de lo que planteaba Walter Benjamin.

 

¿Podría compartirnos cómo fue su proceso creativo para realizar este ensayo?

Fue un trabajo a fuego lento. En una época marcada por la aceleración, defiendo la pausa. Cierta lentitud que permita madurar la reflexión. Así entiendo el papel del ensayo como género. Es un trabajo que me llevó tres años, lo que buscaba al principio era comprender la violencia que atenaza a México desde 2006, pero muy pronto supe que para aproximarme y comprender esto tenía que contrastarlo, encontrar un eco, una resonancia con otras experiencias de violencia. De ahí que me detenga en otras guerras; desde Troya hasta la Segunda Guerra Mundial, pasando por Vietnam o las dictaduras militares en Sudamérica. Porque ahí también se ha pensado cómo encarar la violencia, cómo representar el mal, cómo abordar la figura del testigo o ese hilo que va de la víctima al verdugo, por citar a Primo Levi. Todo esto me llevó a rastrear una serie de testimonios y contra narrativas que me permitieron sustentar que las palabras de los supervivientes de un determinado acontecimiento son el último reducto que queda para intentar desvelar una perspectiva omitida, desaparecida o vetada.

 

Finalmente, ¿cómo se vincula este premio con su vida académica?

Como todo reconocimiento fue muy bonito, más todavía porque literalmente me formé leyendo a muchos de los autores del catálogo de Anagrama, tanto novelistas como teóricos; Raymond Carver, Bolaño, Vila-Matas, Sebald, Girard, Kapuściński, Sennett. O Carlos Monsiváis y Sergio González Rodríguez, que fueron dos autores que recibieron también el Premio Anagrama de Ensayo y que hoy en día extrañamos mucho en México. Ahora mismo tengo encima de mi escritorio a Remedios Zafra, Marina Garcés y Paul B. Preciado.

 

Lo tomo como un aliciente para seguir trabajando mis líneas de investigación. También me da gusto que con el premio se dé visibilidad y reconocimiento internacional a lo que hacemos en la UNAM muchos profesores e investigadores. No hay que olvidar que el año pasado, Pau Luque, profesor del Instituto de Investigaciones Filosóficas, también resultó ganador de este premio; así que llevamos dos años consecutivos en que se reconoce a dos académicos de nuestra Universidad y eso dice mucho.