Universidad y sociedad del conocimiento

Héctor Alfonso Vera, Doctor en Sociología muestra una perspectiva desde el ámbito intelectual de la Universidad. Ilustración: Adriana Godoy
Desde la década de los setenta del siglo pasado inició la tendencia a bautizar a las sociedades contemporáneas con etiquetas que buscaban resaltar su elemento distintivo. Una línea dentro de esta moda de epítetos sociológicos fue inaugurada por Daniel Bell cuando habló de una “sociedad postindustrial”. A este nombrecito le siguieron otros parecidos como “sociedad de la información” y “sociedad del conocimiento”.
La etiqueta de “sociedad del conocimiento” hace referencia a sociedades centradas en el conocimiento como modelo básico de desarrollo y a los aspectos económicos, políticos, culturales y tecnológicos que intervienen en ella. Quienes proponen esta nomenclatura afirman que desde hace algunas décadas ha surgido una nueva economía a escala mundial que es “informacional” y global. En esta nueva economía, la productividad y la competitividad de sus agentes —ya se trate de empresas, regiones o estados— depende primordialmente de su habilidad para crear, procesar y poner en práctica la información basada en el conocimiento. Se trataría pues de un “capitalismo informacional”, donde el saber científico y sus aplicaciones juegan un papel económico central.
Siguiendo con esta caracterización, se aduce que en algunos países hay actualmente una multiplicación de las publicaciones científicas, las patentes, los centros de investigación y las especialidades científicas (con la subsecuente aceleración en la obsolescencia de los conocimientos). Y, a su vez, se ha reducido el tiempo necesario para transformar un conocimiento básico en ciencia aplicada y en tecnología, por lo que la incidencia del saber científico es más veloz que antes.
Recientemente han surgido nuevas etiquetas para destacar algo más concreto que sólo “conocimiento” y que acentúan un aspecto específico: el surgimiento y el éxito de la educación formal masiva. Con el nombre de “sociedades escolarizadas”, David Baker (The Schooled Society, 2014) ha señalado el hecho de que en menos de dos siglos hemos pasado de un mundo donde la inmensa mayoría de las personas apenas tenía las habilidades básicas de lectura y escritura a uno donde aproximadamente una de cada cinco personas (a nivel global) ha recibido algún tipo de educación superior (un porcentaje, sin embargo, distribuido muy desigualmente según regiones y continentes). Este fenómeno representa, dice Baker, una “revolución educativa” que ha instaurado sociedades creadas y definidas por la educación, en donde la instrucción formal masificada introduce sus valores e ideologías en la cultura en general.
Ahora bien, ¿de qué sirven las universidades en las sociedades que se caracterizan por tener economías donde los sectores más dinámicos son aquellos vinculados con las tecnologías de la información y con la innovación científica?
Las posibles respuestas a esta pregunta son muchas. Algunas ven el vaso medio vacío, otras lo ven medio lleno —y otras no ven ni el vaso ni el agua, sólo los imaginan—. Empecemos por ésta última. Se trata de la visión inocente y romántica sobre el papel de la universidad que piensa a dichas instituciones como espacios abiertos, democráticos y plurales; centradas en la búsqueda de la verdad, guiadas por criterios ajenos a los prejuicios e intereses políticos, económicos o religiosos; lugares donde se garantiza que las nuevas generaciones obtendrán las habilidades y conocimientos necesarios para ser intelectualmente aptas y profesionalmente exitosas. Se trata del tipo de imagen que usan los rectores de las universidades públicas con las autoridades políticas para obtener más financiamiento y los rectores de las universidades privadas con los padres de sus estudiantes para subir las colegiaturas. Es un retrato bonito, pero lejano de la realidad cuando lo comparamos con las investigaciones que hablan de cómo son las universidades y no de cómo quisiéramos que fueran.
Entre los retratos poco favorables sobre la función presente de las universidades están los de quienes dicen que éstas no tienen en su verdadera vocación ser instituciones abiertas y democráticas, sino todo lo contrario. Los teóricos de la llamada “sociedad credencialista” afirman que las universidades son organizaciones que en los hechos se encargan de repartir selectivamente credenciales (títulos, constancias, certificados) para que los puestos de trabajo más influyentes y mejor remunerados no salgan del control de una minoría privilegiada. Las universidades serían entonces filtros sociales que dejan a los “de abajo” y “afuera” en ese mismo lugar. En un sentido similar, quienes proponen la “teoría de la reproducción” afirman que las universidades facilitan la perpetuación de la desigualdad, y hacen que ésta aparezca como legítima al hacer pasar como diferencias de inteligencia, mérito y talento (esas características atribuidas a los universitarios exitosos) lo que en realidad son diferencias sociales en el acceso a bienes económicos y culturales.
Pero no todo son malas noticias. Hay investigaciones recientes de gran calado, como la de Robert Barro y Jong-Wha Lee (Education Matters, 2015), que afirman que la educación tiene efectos trascendentes que marcan diferencias positivas en las trayectorias individuales y colectivas. En su opinión, el nivel educativo tiene consecuencias en los niveles de crecimiento económico, en el grado de democratización y en la capacidad de los países para participar en el campo global; la educación, igualmente, ha servido para reducir la brecha en la desigualdad de género. Este tipo de diagnósticos más optimistas parecen confirmar, al menos parcialmente, que hay algo de cierto en lo dicho por aquellos que describen al mundo moderno resaltando la importancia del uso productivo de la información, la educación y el conocimiento.
Quienes nos interesamos en la vida y destino de la UNAM deberíamos preguntarnos qué implicaciones tiene este panorama para esta institución ya entradita en años. Lo primero por decir es que la UNAM tiene que ser más eficiente tanto en su papel de “universidad de masas” (pues es crucial para todo el país que una proporción más amplia de la sociedad tenga estudios universitarios) como en el de “universidad de élite” (pues tiene que explotar sus considerables recursos en ciencia y tecnología de punta).
Uno de los mayores retos de nuestra universidad es que le cuesta mucho trabajo cambiar y lo hace de manera lenta (debido a su historia, su peso público, su diseño institucional y su equilibrio interno de poderes). La UNAM no es la mejor equipada para responder con agilidad a las innovaciones y a los desafíos inmediatos (en muchos casos son las instituciones pequeñas las que tienen la flexibilidad para apostar por modelos pedagógicos, de investigación y de organización más inventivos).
Y así como el mundo cambió, también lo hizo México y su sistema educativo, lo que implica modificar las expectativas y tareas de la UNAM. Esta universidad ha pasado de ser “la universidad nacional” a ser “la universidad nacional”. Con esto quiero decir que, a diferencia de lo que pasaba hace medio siglo, la UNAM ya no es la fuente (casi única) de formación de profesionistas ni sigue gozando del cuasimonopolio en la formación de las élites políticas y económicas (éstas han encontrado otras instituciones en donde reproducir sus cuadros dirigentes). Pero la UNAM sí sigue siendo el semillero para la formación de las élites intelectuales y científicas; y en tanto que concentra la mayor cantidad de recursos humanos y materiales, es la única universidad de alcance legítimamente nacional.
Héctor Vera
Doctor en Sociología y Estudios Históricos por la New School for Social Research. Investigador del IISUE